Domingo , 16-05-10
Llegan las figuras y se abarrota la Plaza. Cerca de mí pasan cajas de rosquillas, tontas y listas. Todas desaparecen pero no todas producen el mismo placer.
Han llegado también los toros de Garcigrande, los juanpedros salmantinos, predilectos de las figuras. Todos han sido mansos, huidos, con querencia clarísima a chiqueros; algunos, además, desesperantemente sosos... Como las rosquillas tontas del Santo, como un guiso sin sal, insulso.
He recordado también a los bueyes que araban la tierra mientras el piadoso Isidro rezaba: «Los campos que dejaste / de celestial sustitución poblaste», dice el poeta Antonio López de Vega. Claro que a ellos los conducían ángeles, no mortales. Quizá los toros de hoy hubieran servido mejor para arar la tierra...
Ante estos toros, cada uno muestra sus especialidades: El Juli, la técnica, el dominio; Castella, el valor impávido; Daniel Luque, la voluntad.
Hay grados en la tontería de estas rosquillas, naturalmente. Los dos primeros toros permiten cierto lucimiento; el último, se desplaza pero con brusquedad; los tres de enmedio, desesperan y aburren...
Echamos de menos, en todo caso, el picante de la casta, que puede ser peligroso pero también da sabor y emoción a este guiso de la Tauromaquia.
Viene El Juli como figura indiscutible por sus éxitos rotundos en Valencia y Sevilla: ha cuajado en madurez y técnica. Hoy lo vuelve a demostrar, aunque no tenga enemigos propicios. El primero, mansito, justo de fuerzas, es noble por el derecho y Julián lo lleva perfectamente enganchado, con dominio absoluto. Un cambio de mano perfecto abrocha la faena pero el toro no cuadra bien y Julián falla con la espada, una de sus grandes armas.
El cuarto hace extraños en el capote y es complicado en banderillas. Nadie da un duro por él. El Juli se coloca perfectamente y liga los muletazos con suavidad. El toro es sosito, embiste a cámara lenta, no transmite nada. No luce el dominio si no se advierte la necesidad de dominar. De todos modos, su técnica merece, en mi opinión, más reconocimiento del que el público le da.
Valor impávido
El segundo toro es muy manso, con una clarísima querencia a chiqueros. Castella, en el centro, le aguanta parones, con valor impávido, pero eso no implica dominio y sufre un desarme. Al final, se mete en los terrenos del toro con mérito y emoción.
El quinto, muy corto, no se entrega: parece dormido, embiste sin emoción ni alegría. Castella hace el poste: no es suficiente. Y vuelve a matar mal. (Esta tarde, todos lo han hecho).
Daniel Luque ha de recuperarse después de los seis toros de Madrid y el mano a mano de Sevilla. Se advierte su clara voluntad pero con eso no basta. Al primero, que galopa en banderillas, lo brinda al público pero el toro va a su aire. ¿Por qué no lo ha toreado en chiqueros, donde el toro quería ir, desde el comienzo, y donde ha acabado?
El último es manso, se mueve con brusquedad. Al final de la empeñosa faena, Luque consigue algunos derechazos pero también mata mal.
Todo concluye con la lógica decepción y el creciente aburrimiento. Pero las figuras siguen eligiendo estos toros. Ellos saben a lo que se exponen.
En todo caso, los mansos tienen su lidia, aunque no sea lucida. Recuerdo las sabias palabras de Domingo Ortega, no basta con la estética. «Delante de nosotros tenemos a un animal al que hay que someter y reducir». Esa es la gran baza de El Juli. Para apreciar eso, como le dijo Corrochano a Hemingway, hay que entender, fijarse en el toro más que en la belleza de los muletazos. Pero, antes de todo, hace falta que haya toros, bravos o mansos, pero con casta: no rosquillas tontas.
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