El primer toro español que se conoce es el de Gerión. En algunos lugares se habla de toros, y en otros, de bueyes, lo que no resta interés al antecedente, por lo habitual que resulta ver lidiar bueyes que se vendieron como toros.
Lo que sí tiene su importancia es que pastaran en tierra de Tartessos, que abarca toda Andalucía y parte de Extremadura, y cuya civilización se remonta a miles de años, con características humanas semejantes y con gustos comunes, que van desde el toreo hasta el cante. Este también arraigó en la misma zona, y allí se cultiva y prospera, en todas sus variantes, desde la minera y la cartagenera hasta el fandango extremeño, que, pasando por todo el reino de Andalucía, desde Almería a Sevilla, termina adornándose en Huelva, donde parece que estuvo la laguna “palus Erebi” que cita Ortega y Gasset en su ensayo sobre la cultura tartesia, a la que califica de decadente.
Y no hay tal. Por lo menos desde que la Mitología se hizo historia verdadera.
De tierras tartesias han salido el arte y la gracia netamente españoles. En tierra tartesia se asentaron Isabel y Fernando hasta desterrar la invasión musulmana, rescatando un territorio que vino a dar unidad a España. De tierra tartesia salieron las carabelas de Colón, y, durante muchos años, allí estuvo el centro del comercio con Ultramar. En tierra tartesia se concentró el españolismo durante la invasión napoleónica, y allí surgió el romántico intento de las Cortes de Cádiz.
Esa es la pretendida decadencia de tartessos. Es mejor pensar en el espíritu romántico español que, anteponiendo el gusto personal a la conveniencia, cría toros en grandes extensiones de terreno, en vez de cultivarlas, y que, en la pequeña parcela que había de ser aprovechada en su totalidad, planta rosales, biznagas y hierbabuena.
El español, como dice Julián Marías, se asemeja al melocotón, que es blando por fuera pero con un corazón fuerte, con un hueso “a prueba de todo”. A ese español con sustancia de fácil corrupción y entresijo duro, le va bien el toreo, que es belleza y sabor, y para el que hace falta corazón fuerte y animoso.
¿Quién es el torero? Torero es todo el que, vestido de luces, interviene en las diferentes faces de la lidia del toro.
Frecuentemente, para el público, la palabra torero corresponde a la del matador. El matador es, por antonomasia, la cúspide del edificio de la torería, es el nombre que va en letras grandes en el cartel de toros.
Como en todas las profesiones, en el toreo existen también sus jerarquías, pues una actividad profesional difícilmente puede desempeñarla un hombre solo.
Una de las grandes conquistas de la Humanidad ha sido la organización científica del trabajo. El trabajo sólo es posible gracias a la cooperación que se establece entre todos los hombres que intervienen en él.
El toreo es también un trabajo en equipo y a los miembros que se reúnen para realizarlo se les llama cuadrilla . Esto quiere decir que, siendo el objetivo del toreo la lidia y muerte de un toro, han de reunirse varios toreros en un reparto de actividades que dirige el matador, para lograr su fin. Cuanto mejor sea la cuadrilla, más facilidades y lucimiento encontrará el maestro a lo largo de su actuación.
En este sentido, el torero ha sido un precursor de la actual organización del trabajo. ya que, de siempre, han cooperado varios hombres en el arte de lidiar reses bravas.
En los tiempos primitivos, cuando era puro deporte de caballeros rejonear o alancear toros, ya llevaban pajes para que les auxiliaran en los pormenores de la lidia.
Antes que el término torero se empleó el de toreador . En Navarra, tierra de toros, se llamaban «toreadores de banda», porque se les daba tal distintivo para su acceso a la plaza. No se sabe si por la tradición taurina de los pamplonicas, a las bandas que amenizan las corridas de los sanfermines se les llama cuadrillas .
Hubo un tiempo en que el toreo a caballo prevaleció sobre el de a pie, que no existía más que como mero auxiliar. Poco a poco fue concretándose, hasta la moderna época en que el rejoneo es accidental y la palabra torero es privativa del arte de realizar las suertes y matar toros a pie.
De aquellas primicias vino la costumbre de que, en la transición de una a otra forma de discurrir el toreo, los picadores figuraran en los carteles en lugar preferente, y aún hoy, en que la suerte de picar ha venido tan a menos por haberse desvirtuado totalmente, todavía figuran en primer lugar en la enumeración de los componentes de la cuadrilla del matador.
Toreros, pues, son todos los que, vestidos de luces, intervienen en la lidia, pero dentro del término hay que distinguir: el matador, los picadores y los peones.
Cuando un toro sale por el portón, el matador, tras un burladero, trata de avistar sus condiciones. Si por el modo de salir presupone la bondad del mismo, él es quien, capote en mano, sale a fijarlo y lancearlo. En caso contrario, aguarda a que el peonaje, con unos capotazos que debieran ser a una mano para correrlo y no doblarlo, descubra en lo posible las condiciones del animal. Es entonces cuando sale el maestro, tantea encelando al toro en el engaño y luego, si puede, se estira y se adorna con el capote, que es la fase preliminar de la lidia.
El picador es el hombre que -montado a caballo- ha de infligir al toro con la puya el necesario castigo para que el animal pierda parte de su pujanza, para que se ahorme, para que esa arrancada desabrida y áspera vaya suavizándose, posibilitando el que llegue a la muleta de manera que el torero pueda dominarlo con el trapo rojo y matarlo.
La suerte de varas es, por excelencia, la fase crucial del toreo. Antes de picado un toro, no es posible saber lo que puede dar de sí.
Al cambiar la manera y el modo de picar, ha cambiado también el toreo, en la misma medida que cambió cuando se convino en rebajar la edad del toro. Hoy, ciertamente, nadie resistiría el modo de picar anterior al peto, pero no es menos cierto que el toreo ha cambiado al cambiar su suerte básica, y que cada día resulta más difícil saber si un toro es bueno, regular o malo, por la manera como hoy se practica la suerte de picar.
Por consiguiente, el picador es un torero y, en buena ortodoxia taurina, debe torear a caballo. Como toreaba Camero , el picador de Joselito , que supo siempre cómo había que colocarse, que sabía tirar la vara y agarrarse en su sitio -delantero o trasero, según anduviera la cabeza del burel-, y tenía brazo para despegarse del toro y conseguir así que el matador hiciera el quite. Ese quite que permite un lucimiento, pero que, sobre todo, permite conservar la bravura y la fuerza necesarias para el desarrollo ulterior de la lidia. Porque, salvo apuros del picador, el más necesitado hoy del quite es el toro, elemento básico de la Fiesta , que hay que cuidar con inteligencia, con afición.
¿Y cómo ha quedado el toro después de picado? Es cuestión que -teóricamente- habrá de verse en la suerte de banderillas. Estas, en realidad, no cumplen otro objetivo. Es el momento en que el matador debe observar muy atentamente lo que hace el toro cuando, a cuerpo limpio, un hombre le clava las banderillas, entrando por el lado derecho, y otro, en cambio, se las pone por el izquierdo. Que en esto debería quedar el tercio de banderillas: un par por cada lado, puestos por banderilleros del lado derecho y banderilleros del lado izquierdo. Y, además, “encontrando siempre toro”, es decir, con arte y con recursos bastantes para clavar siempre, para no hacer pasadas en falso, que es síntoma de mal banderillero y motivo de que el toro se resabie.
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Dentro de la categoría de matador habría que especificar sus grados, por jerarquías. Está el matador de toros, el de novillos sin picadores, el de novillos con picadores -novillero propiamente dicho- y el becerrista.
PRIMERAS LETRAS
Es becerrista el que mata becerros, es decir, animales que no pasan de dos años. El término es relativamente reciente y, aunque en una poca estuvo en boga, el escalafón no es en la actualidad muy nutrido. Fueron becerristas: Curro Guillén , contemporáneo de Paquiro , los componentes de las famosas cuadrillas de «niños» sevillanos y cordobeses, de donde salieron magníficas figuras del toreo, y también lo fueron, entre otros, Juan Muis de la Rosa , Manolo Granero y Manolito y Pepe Bienvenida .
La prohibición a los menores de 14 años, acabó con los becerristas, pues lo que el público acepta cuando de niños se trata, lo rechaza cuando son mozalbetes los que se enfrentan con un toro joven.
BACHILLERATO TAURINO
Novillero sin picadores es el siguiente escalafón. Dura etapa que comienza en las capeas pueblerinas y culmina en las plazas de mayor cuantía.
Al humanizarse la Fiesta en tantos aspectos, se humanizó también en este otro, decisivo para probar aptitudes y cualidades del torero en cierne. De aquellas novilladas sin caballos de hace unos años, en las que se lidiaban terroríficos bichos con poder y con edad, a estas otras de la “oportunidad” en las que las Empresas, humanizadas también, proporcionan ganado propio a quien no es más que un iluminado aprendiz, media un abismo.
La novilladas sin picadores es, pues, el primer cedazo de esa criba que supone siempre el difícil arte de torear. Ahí caen, por percances o por manifiesta ineptitud, no pocos aspirantes a fenómenos.
Ya se ha probado, una y otra vez, el aspirante a matador de toros. Ya está, o cree estar, en condiciones de abordar mayores empresas, y un día contrata para torear con picadores. Ya está en la antesala de matador de toros, porque ya es novillero propiamente dicho. Es decir, que ya mata novillos, reses con tres años de edad, reses ya más encastadas, de hierros más prestigiosos, que han de ser la piedra de toque para un futuro cercano.
Es un momento muy difícil de la vida del torero. Decisivo para ser o no ser. El privilegiado, el que trajo a este mundo condiciones y casta, seguirá ascendiendo peldaño a peldaño, con seguridad, con firmeza y con éxito. El que no trajo suficiente materia prima o se “afligió” a los primeros tropiezos, pronto se ve que no llegará a nada.
Sueños de gloria que se escapan por las heridas de los toreros, y por esas otras, tremendas, de la desilusión, que, en ocasiones, suelen ser más dolorosas.
CURSILLOS INTENSIVOS
Resulta curioso que en los tiempos actuales, en que la preparación para el trabajo se cuida cada vez más, y las Escuelas de Formación Profesional se multiplican, para ofrecer al trabajador perspectivas que antes sólo se lograban a fuerza de trabajo y veteranía, en el toreo haya sucedido al revés. Hay que remontarse muy atrás, a la Escuela de Tauromaquia, de Sevilla, creada por Fernando VII, y al frente de la cual estuvo el gran Pedro Romero, primerísima figura del toreo de todos los tiempos. El aprendizaje se iniciaba como subalterno de grandes figuras; después se pasaba a “medio espada”, es decir, subalterno a quien el “maestro” cedía, ocasionalmente, la muerte de alguno de sus toros.
Esta costumbre desapareció por inspiración de Montes luego fue recogida por Melchor Ordóñez, gobernador civil de Madrid, en reglamento publicado en 1852.
Así llegamos a la época moderna en que se hacen carreras taurinas muy rápidas, y un mozo toma la alternativa, y se titula matador de toros, con unos conocimientos no muy extensos y una precaria experiencia.
Bien cierto es que el toro de hoy no es el mismo de antes. También es verdad que lo que a algunos toreros les falta de conocimientos, les sobra de ojos y oídos para dejarse dirigir desde las barreras. Da pena llamar “maestro” a algunos matadores de toros que, quién sabe si con el aprendizaje y la experiencia necesaria, realmente lo hubieran llegado a ser. Porque el caso de intuición de José El Gallo, aquel su conocimiento y aquella su innata sabiduría, no cuenta para ser un verdadero matador de toros. Aquello fue la excepción, el fenómeno extraordinario, la maravilla de las maravillas, que ahí está, en leyenda primero, y en la historia después.
Los demás, incluido ese fenómeno de la tauromaquia que fue Juan Belmonte García, tuvieron que aprender a torear. Que es lo normal y lo racional.
Y es que el toreo se ha achicado, como se achicaron las puntas y los rabos de los toros. Lo han achicado, además, no los toreros, sino los «hombres de chaqueta larga», según la frase de Gregorio Corrochano. Esos hombres que gobiernan el mundo del toro sin haber pasado del callejón. Lo han perjudicado, en definitiva, quienes por llamarse críticos tenían que criticar, que nunca es tarea fácil ni cómoda, siempre que se mantenga independientemente la libertad del criterio y la honestidad necesaria para servir los intereses del público y, lo que es mejor aún, del toreo.
En el segundo acto de la ópera Carmen , el protagonista le dice a José: “este oficio verdaderamente no es para ti”. Falta en el contrabandista de Carmen el deseo irrefrenable que ha de sentirse para el ejercicio de cualquier profesión. Ese acuciante deseo que ha de tener un mozo para sentir el ansia de ser torero.
Cuando la realidad de los toros roza con la leyenda -y hay que remontarse también a las leyendas de la Granada mora, en que se alanceaban toros-, resulta bonito que aquella media luna -símbolo de las astas de los toros- se asentara en tierras de Andalucía. Porque si de Navarra nos llegan, con un perfil histórico verdadero, las primicias del toreo, hay que aceptar que este arte debe a la leyenda su raíz poética, y que gran parte de su historia, por su génesis popular, es leyenda.
Todo este mundo del toro es un mundo de sueños que, por paradoja, tiene siempre una hora de la verdad. Las ilusiones, la quimera y, a veces, la serena diversión, que son la “salsa” y el ambiente del mundo taurino, conducen siempre a esa gran verdad del toro al que hay que enfrentarse con un lúcido realismo.
Hora de la verdad, verdad sin trampa, ante la que hay que volver del sueño y permanecer despierto, tremendamente despierto.
En ninguna actividad humana puede tanto desvarío reunido dar una verdad más cabal.
Y la verdad es el sueño hecho realidad, el principio de toda perfección, incontenible afán de alcanzar la plenitud de la belleza, con la inteligencia y con el corazón.
Hay siempre un camino cierto para llegar a ella: desearla con vehemencia, con ardor, con ímpetu, con juventud. La rebeldía de la edad moza, en el fondo, no es más que una búsqueda ardiente de la verdad, porque el joven, en la plenitud de su vigor y su pujanza, no siente aún el temor de que las fuerzas le vayan a fallar. Por eso, el toreo, la práctica del toreo, el sueño del toreo, es para cabezas soñadoras y cuerpos ágiles. Para una edad en que se siente la fortaleza necesaria para enfrentarse a una fiera, con la seguridad de que se le podrá dominar y vencer.
Los motivos son siempre los mismos. Afán de aventura. Amor a la popularidad y a la gloria. Sentir la embriaguez de los aplausos y la embriaguez aún mayor de superar el riesgo. Sentir la caricia de ojos que buscan y prometen. La fascinación de ser ídolos.
Y detrás del encanto de ese triunfo de juventud, el amor, el dinero y la paz, duramente ganada.