Ser torero


Ser y sentirse torero es dominar y practicar un arte que se enraíza en las mejores cualidades varoniles.
Si, además, quisiéramos fijar la enjundia del arte de torear, diríamos que es un arte de imitación, como la poesía, como la escultura, más cerca de la primera que de la última, porque es un arte de inspiración, ritmo y metro. Es, pues, poesía, pero una poesía viva, renovada, en la que hay que huir tanto de la prosa como del amaneramiento decadente.
El torero es el hombre que se enfrenta cada vez no con el toro, sino con un  toro, con su instinto, con su fiereza, con sus condiciones propias y con esas otras que le dan su procedencia, su raza, su genealogía.
Torear, pues, es no sólo resolver cada vez una situación específica, sino, además, esa otra que trae aires de encinares o brisas marismeñas, voces de castellanas eses muy precisas o ceceos cantarines que se recortan como los tercios de un fandango. Porque el torero ha de resolver con su arte, con su valor y su ciencia, la incógnita de un toro que es, más que tronco, rama.
En cada toro se torean cientos de toros que le transmitieron su poder, su bravura, su nobleza y aun su leyenda, como condensación de una casta que reúne las propias esencias raciales, la selección, los pastos y el terreno en que ventean, cuando la primavera florece y toda la sangre joven de las ganaderías parece ponerse en pie de guerra a la escucha del clarín.
Estamos hablando del torero, no del que como tal se viste; pues, posiblemente, nada se preste más al fraude que esta faceta del arte que, por ser popular, tiene mucho de oropel, de fanfarria, de falsos ídolos con los pies de barro.
¡Ah, los pies de los toreros! ¿Pero quién mira los pies de los toreros? Pues los que miran y saben ver las condiciones del toro, las facetas de su lidia, sus elementos y el todo del torero con su ciencia, su valor, su inteligencia, su armonía y su tiempo. En ello se plasma su belleza auténtica; en lo que el torero hace por sí y lo que dado le viene de lo que antes hicieron otros, ya que la obra de arte no existe aislada, solitaria.
Pertenece a su autor, sí; pero es la resultante de un modo de hacer, de una escuela. Y es también el producto del medio en que vive, de su época. Una veces brillante, diamantina, y otras plebeya, vulgar. Una veces influyendo el artista un los gustos del público y otras dejándose influir por él. Que no siempre el toreo es un arte límpido; algunas veces se transforma en objeto de comercio, y, entonces, el torero, falto de la inspiración necesaria para crear belleza, que es la expresión de un ideal, se convierte en un artesano que fabrica pases de mejor o peor factura con tal de que sean muchos. Que no pocos espectadores compran cantidad y no calidad, percal más que seda. Y aun sangre, que es peor, porque la sangre es la negación del toreo, del buen arte de torear, se entiende.
EL QUEHACER SOLITARIO
Si el torero se deja influir por el público. entonces ya no hay arte, ni un oficio, sino ocasión, y ocasión es sinónimo de coyuntura, oportunidad, albur.
La obra de arte es siempre personal y ha de llevar el sello de quien la siente y la realiza. Lo que entre muchos se hace, como la torre de Babel, no es nunca una obra de arte.
El torero que lidia para el público, para la galería, no torea él, sino que es un mandado, un oportunista, un irresponsable. Será, pues, lo que sea, menos un artista, un torero.
Ser torero es bonito, pero difícil. Ponerse delante de un toro, dominarlo, poder con él y adornarse además, haciendo bello lo que de suyo parece violento y duro, ya es difícil.
¿Y qué es ser torero? Pues es elegir una profesión para la que hacen falta vocación, juventud, aptitud, valor, inteligencia, gracia, tesón, pundonor, ambición y suerte, mucha suerte.
“CON SENTIMIENTO Y PASION DE ENAMORADO”
Juan Belmonte decía “que el buen torero se hace con sentimiento y pasión de enamorado”. No decía amor, no; dijo pasión, esto es, padecimiento, perturbación o afecto desordenado del ánimo, sufrimiento y vía crucis, cuando no crucifixión.
Cuando en las tardes gloriosas sale a hombros de los aficionados, nadie piensa en lo duro del camino recorrido y en el riesgo de los lances, cuando el horario y el minutero de las astas de los toros van jugando a una hora triste con redoble de campanas. Nadie piensa en las duras tareas de un duro aprendizaje. Nadie piensa en que la gloria y la muerte se celan de continuo, y en que toda esa explosión de juventud, de triunfo y de gesta, se amasa con sudor, renuncias y sufrimiento.
Y hablamos de héroe glorificado, de las tardes y las horas buenas, cuando los tendidos se cubren de armiño y la tarde se abre en su mejor sonrisa.
Pero, hasta entonces, ¿qué y cuánto? Y aun después, ¿cómo y hasta cuándo?
Sí, es bonito ser torero, pero a esa belleza, como a una diosa mitológica, hay que entregarse en cuerpo y alma; hay que consagrar los mejores años de la vida, sirviendo a esa pasión, a ese sentimiento, sin una vacilación, sin una duda.
EL JUEGO APASIONANTE
El torero es el único hombre que al enfrentarse con una fiera tiene que matar o morir. En el toreo cada trance es definitivo. Se llega a la hora suprema porque se acabó con la inocencia, la nobleza y la pujanza del todo. A matar, como tantas y tantas veces decimos desde nuestro incómodo pero seguro asiento. A matar, que ese dominar, ese adornarse, esa obra lograda con el corazón, esa gran realidad mítica, tocó a su fin. Ha sido el florecer de una rosa con todo su perfume y toda su belleza, tan liviana, tan fugaz, tan suave como un pétalo y tan hiriente como sus espinas.
Quien se dedica a una profesión, a un arte, en que a cada instante hay un peligro cierto, y ante el que nada valen a veces el magisterio y la veteranía, puede ser tildado de loco.
Entonces, para ser torero, ¿hay que estar loco, realmente? ¿Ha de padecer un trastorno mental el muchacho que en los mejores años lo arriesga todo en el juego de la vida o de la muerte?
No. Tachar de loco al torero es como negar cuanto de entrega, de renunciación, de sacrificio, de sublime romanticismo, tiene el ideal.
Sin ese afán incontenible, sin esa poesía de la vida, no habría sido posible el sueño de Cristóbal Colón, ni la epopeya increíble de los conquistadores, ni la gesta callada y heroica de quienes se adentran en la selva con sólo la luz del cristianismo en el corazón, ni en el dominio de la ciencia, ni esa realidad alucinante de los vuelos por los cosmos.
Sobre la prudencia del hombre, por encima de sus propios instintos, hay siempre un afán de eternidad, un deambular entre la vigilia y el sueño que nos eleva a la originaria arcilla, en un deseo incontenible de acercamiento a Dios.
Hay, sí, el gusanillo, la vocación, el afán de triunfo, la «pasión de enamorado», que decía Juan Belmonte. Pero todo ese corazón puesto en el envite ha de hallar tierra fértil donde pueda arraigar en lucha con los cierzos y las ventiscas. Y en las horas de bonanza, florecer, cubrirse de verdes hojas, perlarse de rocío y abrirse a la mañana del triunfo en plena sazón de colores y perfume.