La vocación es una llamada divina, y la premisa necesaria para que un hombre cumpla su propio destino. Si en cualquier otra circunstancia errar la vocación es grave, lo es más en el artista, y más aún en arte tan arriesgado como es el arte de torear. Porque la vocación templa la misma cuerda que el amor, y, al decir de Pierre Termier, en “una pasión de amor»”, esto es, entrega, afán creador, búsqueda de una gloria que nos eleve en categoría humana, e incluso nos compense del esfuerzo.
En Tauromaquia, la palabra vocación tiene peor sonido que la de afición. Es tan alto el significado de ésta, expresa de tal modo el ahínco, la inclinación torera, que el Papa Negro repetía con frecuencia: “Yo antes que torero y padre de toreros, soy aficionado”. Que afición era para él lo primero y sin ella se quiebran aptitudes extraordinarias, pues no siempre la vocación y la aptitud marchan del brazo.
Son las cuatro de la tarde de un sofocante mes de mayo en Jerez de la Frontera. El sol va repostando de luz y contenido el ancho lugar del campo. La corrida está anunciada a las seis. El autor de este trabajo pregunta por la habitación de Diego Puerta. Espera un poco, y sube para desearle suerte, antes de que empiece a vestirse. La voz de Dieguito responde a su llamada, y, al franquear la puerta, advierte, con sorpresa que el torero está ya vestido. Al manifestar su extrañeza por antelación, al bravo torero sevillano, con un gracioso recorte, le responde: “Afición”.
Los propios toreros, cuando contestan a la pregunta de por qué se inclinan hacia una profesión tan difícil, excepto los que vienen de troncos toreros, aducen no una, sino varias razones, en cuyo fondo late siempre un afán de aventura incontenible. Para algunos, el primer contacto con el torero es una sorpresa deslumbrante: aquel infortunado Carpio que saltó de un cascabel de maestro de escuela a los ruedos; aquel hombre maduro con profesión definida que se presentó un día a Domingo Ortega diciéndole que quería ser torero y le llamaba colega al maestro de Borox; y tantos más que se sintieron en la vida, al descubrir su luz, su fuerza de atracción, una llamada tan fuerte, una vocación capaz de vencer los tremendos obstáculos que para el bisoño parecen realmente insalvables.
Y los saltan, y conforme llegan la dificultad y el dolor, es cuando más se espolea su ánimo, y la entrega, la vocación, se hace profesión, se hace arte.
APTITUD
¿Pero servimos para toreros? Se puede ser torero vocacionalmente, pero si además «se sirve para torero», entonces surge el genio, el fenómeno, ese que quiere y puede porque sí, porque pone a contribución de su vocación una innata aptitud que está en su alma y en su corazón por la gracia divina.
Comenta Marañón las ideas de nuestro Juan de Dios Huarte, ingenio español del siglo XVI, en las que late lo que hoy llamamos orientación profesional y él llamó, con más gracia, “examen de ingenios”.
La orientación profesional ayuda a las innatas condiciones de un individuo, para dirigir sus cualidades allí donde pueden dar un mejor rendimiento, pero por encima de esta aptitud, pesa siempre una razón más íntima, cual es la afición. Ese “querer es poder” que vemos todos los días. El fracaso y el triunfo van de la mano del esfuerzo que se ponga en la consecución de una obra. Si se tiene aptitud, la aspiración podrá cumplirse con menos esfuerzo, pero con esfuerzo al fin, que el milagro, por se sobrenatural, no está en el poder de los hombres. Pero lo que sí está es lo que piedra a piedra se edifica, como ese Monasterio de El Escorial que mandó construir Felipe II, a quien Huarte dedicó su libro.
Todo esto, además, nos lleva a la personalidad, a ese conjunto de cualidades que especifica a cada individuo y le distingue de otros.
La personalidad, tan diferenciada, tan privativa, sí es importante en cualquier actividad, es conclusiva en arte. Porque es lo que da matiz, lo que diferencia dos cosas aparentemente iguales, en virtud del sello personal, característico del verdadero artista.
En el cante, en la interpretación del cante, que es arte de inspiración, se manifiesta nítidamente en qué manera la expresión del mismo define la personalidad. Y se dice la malagueña de Chacón, la seguirilla de Silverio, la taranta de Alpargatero , que tienen sus variantes con la de Juan Breva, Curro Dulce y la Peñaranda .
Son el mismo cante, pero con una expresión distinta que define e individualiza el estilo del “cantaor”. Es que éste ha dejado impreso su sello, ha definido, a través de su personalidad, el sentir de la copla.
Y el toreo, que es sentimiento, se beneficia de la personalidad de quien lo realiza, en un recrear constante que le da emoción, gracia y belleza.
EDAD
“El toro de cinco y el torero de veinticinco”, se ha dicho. Es decir, juventud, años ágiles para una lucha denodada que esforzadamente hay que terminar. Pero no es totalmente cierto el adagio, porque la edad mental óptima no siempre coincide con el calendario. A nosotros nos gusta más, como le gustaba al inolvidable Papa Negro , hablar de cuajo, esto es, la sazón, el punto en que un artista alcanza la plenitud de su poderío.
¿Quién podría poner límite a los años de Guerrita ? ¿Quién vetaría las alternativas de un Joselito , de un Manolito Bienvenida ?
Juventud, sí, pero juventud madura de afición y conocimiento que hagan compatibles la razón pura de ser torero con esas otras circunstancias que rodean la ajetreada vida de un hombre, que durante duros meses recorre distancias fabulosas en alas de su afición y de su gloria.
Difícil es, además, se maestro en edad juvenil, porque la maestría lleva aparejada experiencia, dominio, sazón.
Cuando el aprendizaje de los toreros se hacía, como en otras profesiones o artes, de abajo arriba; cuando se era banderillero primero, medio espada después y matador al fin, no fueron los veinticinco los años óptimos del torero.
Hoy, que el toro ha bajado de edad, que el peto ha modificado en mucho su castigo, que ha subido la faena de muleta, el adagio tampoco se ajusta a la realidad. “El toro de menos de cinco y el torero de más de veinticinco”, parece más aplicable al momento actual de la fiesta, en que un toro ha de pasar de muleta treinta o cuarenta veces sin enterarse y el torero ha de haber alcanzado, si es figura, un conocimiento, una sazón, un cuajo, que no suele tenerse antes de los treinta.
La juventud es un estado orgánico en que todo está como un resorte engrasado y a punto. Se es joven porque el esqueleto, los músculos, el sistema nervioso, los órganos y la mente, tienen fuerza vital, y ésta, unida al tesón, que es una rebeldía sana, lleva en sí cuanto ha de forjar la personalidad humana, que se hace y no nos viene cuajada y a punto. Hay, sí, unas condiciones innatas, en agraz. Pero todo ello ha de forjarse, pulirse, acoplarse.
Sin valor no se puede ser torero. El valor es una cualidad anímica, y para ponerse delante de un toro hay que tener mucha alma. La cantidad de firmeza necesaria para dominar el miedo define a los toreros valientes y a los que son menos. Porque para nosotros, cualquiera que sea capaz de hacer el paseíllo es ya un valiente. Esos que son tildados de miedosos por el espectador, tienen un ánimo extraordinario y son, por supuesto, mucho más valientes que quienes los tachan de cobardes amparados en el anonimato de su localidad. Hay, a este propósito, una sabrosa anécdota de aquel gran torero, de aquel “andaluz tan claro” que fue Sánchez Mejías.
Había un espectador que, desde que pisó la arena Ignacio, no cesó de molestarlo con los silbidos de un pito tan estridente como contumaz. Mediada la corrida, fue paseado por el ruedo un cartel en que se comunicaba al público el éxito del desembarco en Alhucemas de las tropas que mandaba el general Primo de Rivera.
Pasado el hervor del suceso, continuó la corrida en ese tono alegre que las circunstancias demandaban. Pero allá en el tendido, seguía el «paco» del pito hostilizando a Ignacio Sánchez Mejías.
Y llegó el momento del brindis. Ignacio buscando con la mirada al espectador contumaz, erguida la figura, con aquella majestad que imprimía a sus ademanes, arqueando el cuerpo hacia atrás, firmes los pies en la arena, la cabeza alta y la montera en la mano del resuelto brazo, con voz vibrante dijo: “Hoy, que es día de valientes, brindo la muerte de este toro a ese cobarde que me está pitando”.
Valor, y valor auténtico, pues, en cada lance, en cada intervención; hay siempre una hora de la verdad, para la que se necesita un extraordinario coraje.
“TAMBIEN ESO ES TORO”
Una tarde, al enchiquerar una corrida, un toro se negaba a entrar. Intervenían en la faena el mayoral y empleados de la plaza. El toro, con pertinaz constancia, llegaba a la puerta y se volvía una y otra vez, dando cara al corral nuevamente.
Junto a la puerta de chiqueros, tras un burladero, se apostaba un empleado que se escondía tantas veces como el toro se acercaba. El autor de este escrito -Eduardo Bonet- estaba en un mirador situado encima de los corrales, y, observando que, al volver el toro grupas ante la puerta, el hombre podía hostigarlo desde el burladero (para que, al revolverse el animal tomara el pasillo de chiqueros), gritó al empleado para que así lo hiciera. Lo hizo en vano, porque, a su razonamiento de que donde había que hostigar era en la parte trasera, le respondió: “Sí, sí, pero es que eso también es toro”.
No hay, pues, toreros valientes y cobardes. Hay toreros que son valientes y otros que lo son más; pero todos tan valientes, que unos y otros se ponen delante de quien los demás no nos atrevemos a aproximarnos ni por el rabo.
De Rafael El Gallo , el genial artista, es otra frase de gran sabor, como todo lo suyo.
Un novillero en cierne suspiraba en el café para que le saliera un toro bravo en su próxima actuación. El muchacho repetía obsesivamente: “¡Sí me saliera un toro bravo, si me saliera un toro bravo!” Y Rafael apostilló: “Con lo bien que se corre detrás de los mansos”.
Porque el valor, ya lo hemos dicho, es fortaleza, constancia, firmeza y también resignación, paciencia, si es valor sereno, consciente y lúcido, como tiene que ser una cualidad del alma. Partiendo de la premisa de que el valor es un requisito fundamental del torero, los hay cuyo denuedo constituye la primordial característica, tales como Pedro Romero, el Chiclanero, Manuel Domínguez, Frascuelo, el Espartero, Machaquito, ,Belmonte, Sánchez Mejías, el Litri y Manuel Rodríguez Manlete. Y con diferencia de matiz, Pepe-Hillo , Cúchares , Lagartijo el Grande , Ricardo Torres Bombita, el Papa Negro, Rafael y Joselito el Gallo y el Niño de la Palma .
Y, sin fronteras, sin posible encasillado, solemne y único, un solo nombre: Guerrita .
VALOR Y DOLOR
El valor, como problema del complejo alma-cuerpo, incumbe tanto a la Medicina como a la Filosofía. La vivencia dolorosa impone limitaciones que pueden modificar la personalidad, en cuanto puede ir desde el estupor afectivo que atenúa o suprime el dolor somático, hasta la disminución del sentimiento vital. Y también, según la condición de esa personalidad, el dolor será, no ya más o menos expresado, sino aun más o menos patente, influyendo además la consciencia de saber si la vivencia dolorosa influye decisivamente sobre la vida o se tiene la creencia de que ha de ser pasajera. Esto es, si “la proximidad al Yo”, como expresa Sauerbruch, se acusa más intensamente hasta el punto de poder destruir el sentido de la vida, el ritmo vital.
Estas fugaces consideraciones sobre el dolor se ajustan a la evolución que ha sufrido el toreo desde la época heroica, en la cual el primitivismo esperaba en la enfermería a que llegase un herido.
El progreso de la ciencia médica, en cierto sentido ha hecho posible la evolución del toreo.
El torero de ayer sabía que una cogida podía significar la muerte, la invalidez, o cuando menos, unos meses de curas dolorosas que se llevaban el brío, la bravura y el “dinero de la temporá”.
Estamos en la plaza de Madrid, el 10 de julio de 1910. Un toro de Trespalacios acaba de dar una cornada gravísima a un torero que ha tenido la gallardía de encerrarse él solo con seis astados. La impresión es tremenda. Al anochecer, cuatro hombres sacan en camilla al desgraciado diestro y lo conducen al hotel Ultramar, donde se hospeda. Va exangüe. La hemorragia ha sido brutal.
Horas y horas, días y días, lucha aquel hombre, sólo con sus propias fuerzas, para salvar la vida, pues los medios de la ciencia eran bien precarios.
Una cogida significaba una temporada, y había que ser muy valiente para volver a la profesión. Por eso se decía que la sangre brava se escapaba por las cornadas. No pocas veces, el doliente se transformaba, después de la cogida, en otro hombre distinto. El sufrimiento había modificado su personalidad.
El toreo debe su grandeza de hoy tanto a Pedro Romero, Lagartijo ,Guerrita ,Joselito y Belmonte, como a Lister, Pasteur, Roentgen y Fleming, que, juntamente con Wells y Morten, abrieron el capítulo decisivo de la cirugía, los rayos X, los antibióticos y la anestesia, que son hoy gloria de la Medicina y garantía de los hombres que se visten de luces.
Actualmente, el torero sabe que hay medios eficaces y muchos cirujanos competentes. Sabe que, si tiene la desgracia de ser cogido, lo anestesiarán, le desbridarán y limpiarán quirúrgicamente la herida, con todas las garantías de asepsia, y que, después, le administrarán no una “medicina mentis”, sino antibióticos y analgésicos que aminoren o supriman su dolor. Luego, será enviado a un sanatorio donde, en donde se completará su curación y su recuperación; y, en un tiempo «récord», podrá volver a los ruedos.
Y la fe. Esa fe que es firme y sincera en los toreros. Fe en los hombres de bata blanca, y fe en Dios, en su bondad, en su misericordia. Ya decía Santo Tomás de Aquino: “La felicidad bienaventurada que se halla en la contemplación de las cosas divinas disminuye el dolor del cuerpo; por eso soportaron pacientemente los mártires sus tormentos, porque estaban completamente sumidos en el amor de Dios”.
Aquel hombre herido, que se debatía entre la vida y la muerte en el hotel Ultramar, tenía una fe ardiente, una fe que le daba la certeza absoluta de que iba a sobrevivir; después, cojo o no, volvería a los ruedos.
Por paradoja -muchas veces en el toreo todo es paradoja-, tenía debajo de la almohada un revólver Smith “para matar al primer médico que se acercara a cortarle la pierna”.
Sir Alexander Fleming, tiene erigido un monumento en los aledaños de la plaza de toros de Madrid. La gloriosa figura del descubridor de la penicilina sintetiza todo el esfuerzo que la medicina y los médicos han hecho en favor de los toreros y en beneficio del toreo.
Aún falta en el Sanatorio de Toreros, junto a los bustos de sus benefactores, un obelisco que conmemore “a los hombres que con su ciencia y sus desvelos lucharon contra el dolor”.
Quizá la mejor explicación de lo que la inteligencia representa en el arte de lidiar toros sea aquella frase de Joselito que cita Acebal: “Es buen torero todo aquel que después de lidiar una corrida de seis toros vuelve al hotel limpio y sin despeinarse”.
Y ahora, repasemos, en el escalafón de los toreros en activo, quiénes son capaces de no ya de matar seis toros, sino dos tan sólo, y sabremos, pasión aparte, quién o quiénes, por volver al hotel limpios y sin despeinarse, pueden llamarse toreros en el sentido que daba a esta palabra José Gómez Gallito .
La sabiduría de José, al margen de discusión alguna, tuvo un único fallo, y éste le costó la vida. Morir en las astas de un toro es la negación del arte de lidiar reses bravas; pero, en el caso de Joselito , fue la Fatalidad , que a veces también torea, y, cuando lo hace, de nada vale la inteligencia.
Si pensamos en esas cornadas del destino, llegamos a la conclusión de que “sin suerte - como decía Machaquito - no se puede ser torero”. Y lo decía él, que mataba en corto, por derecho, y muy rápido , porque al ser el único momento en que el torero ha de perder de vista los cuernos, hay que ponerle mucha rapidez y muy buena ejecución, para aminorar el riesgo. Y aun así, con ese conocimiento de la suerte suprema, con esa inteligencia puesta al servicio de un corazón inmenso, los toros le partían las chorreras de la camisa una y otra tarde, retirándose con catorce cornadas en su haber.
Se corrían pablorromeros en la plaza de Valencia. La terna estaba formada por tres matadores, excelentes banderilleros. Uno de ellos ofreció rehiletes a Antonio Bienvenida , que, por ser más antiguo, salió de primero.
La preparación fue laboriosa. Antonio dispuso que le colocaran el toro al hilo de las tablas, y él se situó a muy escasa distancia de un burladero.
El toro no quería ir hacia donde los peones intentaban llevarlo y, se iba, se marchaba. Así aconteció varias veces. El público estaba impaciente, y todos pensaban que no podrían llevar al toro contra querencia.
Al fin, con fatigas, consiguió lo que se proponía; entonces, citándolo con el cuerpo y con la voz, consiguió que el toro se arrancara codiciosamente, y, dejándolo llegar casi hasta la faja, consumó un asombroso par al quiebro. seguidamente ocurrió algo que dejó a la plaza rendida de admiración: Antonio ganó rapidísimamente el burladero, junto al que había hecho el cite, en tanto que el toro derrotaba en él furiosamente.
La plaza vibró ante tal belleza, el arte y el valor, pero, sobre todo, quedó rendida ante la inteligencia del torero, que era el único que sabía lo que el toro iba a hacer a la salida, el único que sabía que era allí, y sólo allí, donde podía consumar la arrogante suerte.
Cuenta Corrochano que algo análogo le pasó al Chiclanero con un toro manso que se apencó en tablas y no había modo de entrarle a matar. Cúchares , que toreaba con el Chiclanero, advirtió: “A la hoya”. “¿Y por dónde salgo?”, dijo el otro. “Por las tablas”, respondió Curro. Entró a matar el Chiclanero, dejó la muleta en la cara del bicho, y saltó la barrera en donde derrotó el toro, que murió de una certera estocada.
Y es que la sabiduría se adquiere mediante esas otras entendederas que se despiertan y se cultivan con afición, con afán. Conocer los terrenos, las querencias, las suertes.
SABER TOREAR
Conocer las condiciones de un toro, que van dejándose ver en el transcurso de la lidia, cuando el torero sabe lo que ve y tiene inteligencia para interpretarlo, es saber torear.
Cuando un torero es torpe, se dice que es un trompo, esto es, pieza de madera que gira, que baila. De ahí que algunos, que no miran los pies de los toreros, se entusiasman con la nueva suerte del “tiovivo”. ¡Y tan vivo, como que lo que falta de inteligencia torera se compensa con viveza, con pillería!
Finalmente, he aquí lo que Sánchez Neira decía en La Lidia del 27 de julio de 1885:
“No se aprende lo necesario en poco tiempo; hay que observar y estudiar sobre el terreno; pero el que tiene voluntad, poca soberbia y mediano criterio, adquiere fácilmente en dos años lo que no aprovecha en diez el que carece de aquellas dotes. Suponiendo que el lidiador que llega a ser espada posee las cualidades de entendido diestro, no puede atribuir a lo que llaman negra fortuna el mal cumplimiento de su cometido, sino a falta de conocimiento de lo que la res indica, en sus querencias, en sus acometidas y en el estudio de sus facultades; porque si además de ser torero llega a comprender bien lo que es, puede y quiere un toro, seguro es que obtendrá aplausos, sobresaldrá por muchos y estará más libre de peligros que sus compañeros que de tales requisitos carezcan”.
“La perfección en el toreo la constituyen, en iguales condiciones de poder, valor y serenidad, el conocimiento de las suertes, unido al de las condiciones de las reses”.
La gracia es un don natural de la persona. Quien posee ese donaire, garbo o salero, se gana el fervor de las muchedumbres.
El torero gracioso, el que imprime a su modo de hacer ese encanto capaz de transmudar lo violento en suave, es un supremo creador de belleza, porque la gracia y la inspiración se aúnan, para lograr momentos insuperables.
El conocimiento de este don es tan antiguo como el propio toreo. De Pablo Romero es la frase referida al arte de Pepe-Hillo : “Lo que Dios te ha quitao de fuerza, te lo ha dao de gracia”.
Rafael Molina Lagartijo, que mantuvo su califato en una época de grandes figuras, debió a su excepcional elegancia y a su arte impar esa dotación, ese frenesí que sintieron hacia él sus partidarios, sobre todo los de su Córdoba natal, aun después de retirado del toreo y de haber iniciado su carrera Guerrita ,torero en el que se conjuntaron las grandezas todas del lidiador y del artista.
Parte de la enemistad que hubo siempre entre ese fenómeno auténtico que fue Guerrita y los partidarios de Lagartijo, se debió a que Rafael Molina, con su gracia, había sabido hacerse de unos partidarios que no admitían más califato que el suyo ni más categoría que la que el gran torero alcanzó. Y tal era su personalidad, que, siendo mediocre matando, creó la “media lagartijera”, deficiente de ejecución, pero insuperable de colocación y de eficacia.
Sin embrago, quizá no haya existido en toda la historia del toreo un caso más demostrativo de lo que la gracia puede en el fervor de los públicos, que el de Rafael Gómez El Gallo . Su arte era tal, que se le llamó el “divino Calvo”, por conjuntar la gracia celestial con la gracia terrena.
En época bien reciente, el «quite del perdón» de Pepe Luis Vázquez, justificaba, por gracioso y bellísimo, tardes grises, desvaídas, desoladas.
No hay que confundir la gracia con la chocarrería, el gracioso con el bufón. Aquél imprime a lo que hace ese “ángel” que maravilla y emociona, éste provoca hilaridad y, las más de las veces, hace vulgar lo que de suyo ha de ser digno. Cuando Llapisera introdujo el toreo bufo, es posible que no llegara a suponer la de imitadores “en serio” que habían de salirle andando al tiempo. Pero el decía que era bufo, de bufón, de juglar que hace reír; lo malo ha sido esta subversión muy del momento, en que los recortes llapicerescos se hacen en corridas de toros y... se aplauden.
Pero todo lo que no es auténtico pasa y se olvida pronto, como pasará lo mucho y malo que en los ruedos se ve. Pues el arte legítimo, por ser verdadero, es lo único que perdura, y las modas, como los modismos, por apartarse de las reglas, suelen ser circunstanciales y cambiantes.
TESON
El Tesón es firmeza y perseverancia, continuado esfuerzo, afán de superación, constancia puesta al noble servicio del arte. Nada se alcanza sin sacrificio ni esfuerzo. Al mejor dotado podrá resultarle más fácil ese duro camino de perfección; pero, liso o pedregoso, tendrá que recorrerlo.
No pocas vocaciones y aptitudes naufragan por el desmayo de una débil voluntad. Por eso es tan difícil alcanzar las cumbres y dominarlas. Por eso llegan tan pocos a figura del toreo. El camino de la gloria exige un penoso esfuerzo, hecho de renunciaciones, abnegación y sacrificio.
Al tesón va unida la firmeza, y esa firmeza ha de ser inflexible dentro y fuera del ruedo.
El toreo es tan exigente, tan severo, que el torero no puede ser más que torero y todos sus pensamientos han de concretarse en el toro.
Ninguna profesión absorbe tanto, porque ninguna es tan arriesgada. Los que ven al torero desde fuera, sólo ven la parte buena de la vida de un hombre joven al que ronda de continuo el halago y la fortuna. Pero la vida del torero por dentro es muy diferente.
Duro es el precio de la gloria, pero cuando el torero lo es de verdad, con entrega absoluta, con afición vehemente, ningún sacrificio es pequeño para sentir el deleite de alcanzarla.
PUNDONOR
De vergüenza torera están jalonados los grandes hechos, las glorias del toreo. Sin pundonor, sin ese punto de honor, se podrá ser un excelente torero, pero nunca una figura.
Fueron ídolos a fuerza de arrimarse todos los días, de no ceder jamás a la comodidad, toreros tildados de torpes, de cortos y aun de desmañados. Quizás en términos taurinos cuadre mejor hablar de casta, como linaje o categoría humana que un hombre a fuerza de amor propio, conquista un día y otro.
Frascuelo pudo alternar con Lagartijo debido a ese amor propio y a ese pundonor que caracterizó a Salvador Sánchez. Y por la misma razón formó pareja Machaquito con Ricardo Torres. Ya en época bien conocida por nosotros, Manolito Bienvenida , torero de casta excepcional, siendo un adolescente, alternó y pudo tantas y tantas tardes con toreros poderosos, que le doblaban en edad y experiencia. ¿Habría llegado a su sazón un Juan Belmonte sin ese pundonor y esa pasión que caracterizaban su andar por los ruedos? Y más cerca aún, el caso de Manolete , inmolado en aras de su vergüenza profesional, puesta de manifiesto tarde tras tarde.
Contaba un día Pepe Bienvenida una corrida celebrada en una plaza de exigua categoría y con escasa concurrencia. Con frase gráfica decía: “Estábamos la Presidencia , los músicos y nosotros”.
Le salió a Bienvenida un toro boyante, que el aprovechó para torear a gusto y por propia diversión.
Detrás actuaba Manolete , al que correspondió un toro gazapón e incierto. Manolo lo toreó magistralmente, exponiéndole como si de la corrida de Beneficencia de Madrid se tratase.
Razón es: su pundonor, hombría y casta, puestas en ebullición ante el éxito anterior de Bienvenida .
Y ésa es la salsa de las competencias taurinas, enjundia y sazón de la Fiesta , y ésa la gloria de tantos y tantos hombres que, a fuerza de arrestos y de arrimarse todos los días, fueron figuras excelsas de la Fiesta.
AMBICION
Hay una ambición noble y otra que no lo es. Tener ambición, con medida, es desear con ansia una cosa. Ambicionar sólo bienes materiales, es codicia; esto es, apetito desordenado de riquezas.
El torero ha de ser ambicioso, pero no codicioso, porque la codicia contradice la generosidad, que es base fundamental de los que ofrecen su bien mejor: la vida propia.
Desear con ansia escalar el más alto puesto, es querer hacer realidad un noble sueño de perfección. Desear una compensación económica a ese esfuerzo, mantenido a costa de tanto riesgo como sacrificio, es lícito. Exigir el holocausto, porque contabilizamos esa compensación económica, no es lícito. Cuando nos parezca caro lo que hay que pagar por ser espectador, abstengámonos de serlo, pues nadie nos obliga a ello. Lo peor del pan y toros de nuestros abuelos, estaba en comprar el pan -gracia misma de Dios, sustento que debemos ganar por mandato divino -con los toros.
Si quitásemos ese estímulo, ese afán lícito, resultaría muy difícil hallar quien quisiera ser matador de toros y más difícil todavía quien, siéndolo, sintiera esa necesaria ansia de superación.
SUERTE
En Mitología, la Fortuna era la divinidad que presidía los sucesos de la vida, distribuyendo los bienes y los males. Se la representó en forma de mujer, con los ojos vendados, un pie en una rueda y el otro en el aire, para simbolizar su inestabilidad.
Si la suerte es deseable en cualquier momento u ocasión, en el toreo es imprescindible. Sin suerte no se puede ser torero. Suerte en el lote que va a corresponderle a la hora del sorteo. Suerte, también, en que la tarde sea apacible, sin viento; en que un mal capotazo, una vara mal puesta, una pasada sin clavar las banderillas, no haga ver al toro lo que no debe descubrir.
Los diferentes momentos de la lidia, se llaman suertes ,y eso es ya un reconocimiento explícito del valor decisivo de la fortuna.
Cuando los toros no se sorteaban, sino que se lidiaban según orden de salida establecido por el ganadero, pensó don Luis Mazzantini que a Guerrita le reservaban los mejores toros. Entonces se acordó que cesara el privilegio de los ganaderos, y se estableció el sorteo como medio de evitar el posible favor.
A título anecdótico recordamos que conseguido el objetivo, apostillaba Mazzantini: “Ahora que se sortean los toros, a Guerrita le siguen tocando los mejores”, como un reconocimiento caballeresco al poderío y la grandeza del genial cordobés.
Y suerte es el momento difícil e imprevisto de la cogida. Toreros hay que tienen percances cada día que no pasan del susto y revolcón, y otros, en que, a cada tropiezo, sufren siempre una cornada.
Pero no sólo debe contar la suerte, sino también la pericia, la inteligencia, el buen arte de lidiar reses bravas.
Seres privilegiados para quienes el toro de la vida embiste siempre por derecho, con la cabeza humillada y con buen son, no cuentan. Vivir y torear son dos cosas difíciles. En ello está el riesgo y el encanto de la lidia de la vida y de los toros. Ocupar un asiento de barrera tiene su importancia, porque allí van los capotes de paseo, los brindis y, alguna vez también, el estoque que saltó. Que todo es relativo y la Fortuna inestable.
Pero lo que da matiz, color y alma a las corridas de la vida y de los toros, es la masa, con su energía, con su fuerza, con su ardor. Esa masa que trabaja y que llena los tendidos; de donde sale un silbido y también el hervor de las ovaciones e, incluso, esa voz de un buen aficionado que dice al espada ante un toro peligroso: ¡Mátalo!