jueves, 3 de junio de 2010

La belleza del toreo con el capote

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La conclusión que sacamos esta tarde parece obvia: ¡qué hermoso es el toreo con el capote! Y una consecuencia lógica: los públicos actuales no saben lo que pierden, cuando, tarde tras tarde, se suele prescindir como un trámite de todo lo que precede a la muleta...
Los aficionados de cierta edad contamos que antes había quites; que los diestros rivalizaban, que había variedad y competencia... Parece como si habláramos de la guerra de los cien años.
Esta tarde se ha comprobado que no tenemos por qué prescindir de una parcela tan importante de la Tauromaquia: la gente ha vibrado sobre todo con los quites. Y los toros no han sido excepcionales sino manejables, más o menos mansos algunos pero con cierta casta... Lo propio del toro moderno.
Lo que ha ocurrido es que hoy pisaba Las Ventas un auténtico artista del capote, Morante de la Puebla, con la responsabilidad de compensar tantas tardes aburridas. Y estaban obligados a hacer el esfuerzo sus compañeros, que tuvieron poca fortuna en sus anteriores comparecencias.
En el tercer toro, Luque da unas verónicas aceptables y unas chicuelinas bruscas. Aparece entonces Morante y mece el capote con una languidez extraordinaria (el tópico nos dice: como mecen en Sevilla a las Vírgenes). Precioso quite. Se pica Luque e insiste en verónicas. Todavía —¡asombro!— Morante añade unas chicuelinas de garbo inequívocamente sevillano. Y Luque le replica con otras chicuelinas con garra.
La gente ruge, cree haber asistido a algo histórico. No es para tanto, me parece. Sí que es algo insólito, por desgracia para la Fiesta actual.
Déjenme añadir un reparo técnico: en los tercios de quites, además de la competencia se buscaba la variedad, una preciosa cualidad. Después de que Morante mece las verónicas, replicar con otras verónicas me parece un error. Y lo mismo digo después de las chicuelinas... ¿No hay otros quites en el repertorio de Luque? (Una tarde, en Barcelona, Marcial realizó veinte quites distintos).
En el cuarto, Cayetano abre una serie de gaoneras con una larga: algo hoy raro de ver y arriesgado. Y Morante dibuja unos delantales de una finura extraordinaria: «la gracia toreadora», decía el poeta.
Morante porfía mucho con su primero: está mejor en los remates y adornos que en el toreo esencial y mata mal.
En el cuarto, mientras aguanta, se luce en ayudados cargando la suerte (no haciendo el poste, como ahora es habitual), derechazos y naturales discontinuos pero primorosos. Y un detalle que la mayoría de la gente no ha advertido: como lleva la espada, enlaza el último muletazo con una estocada valiente, saliendo prendido. Se libra de la cornada por pelos.
Cayetano torea con empaque y estética pero manda poco. El toro va un poco a su aire. En el quinto, muy manejable, muletea en línea, sin estrecharse, descolocado. Y mata desde lejísimos: así, muy raro sería que acertara.
Luque vuelve a ser el joven ambicioso que echábamos de menos. Eso le lleva a acelerarse demasiado pero llega al público su ilusión, su garra. Exagera el compás demasiado abierto, la pata p'atrás. Hasta la vuelta el ruedo la da como una moto... En el último, es mejor la actitud que el resultado.
Nos habíamos ilusionado con el cuarto toro, «Manzanilla», como el poema de Manuel Machado: «es mi vino / porque es alegre y es buena / y porque, amable sirena, / su canto encanta el camino».
Pero lo que de verdad nos ha emocionado es la belleza del toreo con el capote, cuando lo conducen las manos primorosas de Morante de la Puebla.

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